domingo, 2 de diciembre de 2012

La almohada quejumbrosa (II)

Anoche le eché valor y conseguí hablar con mi almohada. Y digo "le eché valor" porque, aunque parezca que no, siempre hay que hacerlo cuando nos disponemos a hablar con un buen amigo de algún tema importante.

Pues bien, decidí poner las cartas sobre la mesa y tuvimos una larga conversación. En un primer momento, yo no comprendí por qué se quejaba - o, mejor dicho, se enfadaba - tanto. 

Le pregunté.

"Sí,- me respondió ella- yo estoy aquí para escucharte, para empaparme de tus lágrimas, para que me abraces fuerte cuando te sientas sola y perdida, para que acomodes tu mejilla sobre mí y tengas sueños placenteros. Pero - prosiguió serenamente - como todos los buenos amigos, necesito que también compartas conmigo tus ilusiones y alegrías; y me duele cuando veo que no eres capaz de sentir todo lo que tienes a tu alrededor. Desde aquí, todo se ve, todo se escucha, todo se siente, y, en numerosas ocasiones, no comprendes que no hay tanto motivo para derramar lágrimas. Realmente, lo de menos es si estornudo o me enfrío un poco, sé que tú me cuidarás, pero me hace daño que no veas las cosas..."

Realmente, no esperaba esa contestación; esperaba quejas y más quejas. Esperaba que me echara en cara una retahíla de cosas y, sin embargo, encontré como, sin darme cuenta, mi almohada, mi querida almohada, me había abierto los ojos y me había hecho comprender que, realmente, todos y cada uno de los días, sucede algo, aunque lo creamos mínimo y sin importancia, que hace que esa noche merezca la pena dormirse con una sonrisa.

Hemos hecho un trato: yo continuaré contándole mis "penas", que ella escuchará, como siempre, pacientemente, y, a cambio, yo, todas las noches le explicaré cinco buenas cosas que me hayan sucedido. Para que las dos, podamos descansar con una sonrisa en el rostro.

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