Hace un año y pico, un alumno del que guardo un gran recuerdo me preguntó por qué me dedicaba a la enseñanza.
Por aquel entonces, yo me levantaba a las seis de la mañana para cruzarme media ciudad en transporte público y llegar al colegio a las 8.30. Las clases comenzaban a las 9.00 y hasta las siete de la tarde, como mínimo, no llegaba a mi casa, donde solía "pasar el rato" corrigiendo exámenes y preparando clases... Supongo que su pregunta era lógica. Es comprensible que, al igual que la mayoría de las personas, no lo entendiera.
Sin embargo, todo aquello merecía la pena; incluso podría decir que yo ni siquiera era consciente del esfuerzo que realizaba. Lo realmente importante era llegar al aula, cerrar la puerta, ver a mis alumnos y sentir que me encontraba en lo que verdaderamente era mi "mundo". Sí, eso es lo que he sentido en todos mis años como profesora.
A día de hoy, después de cierto tiempo, me he sorprendido preguntándome si volvería a hacerlo y, lo realmente curioso, es que, aunque bien es cierto que no he sido capaz de responderme inmediatamente, esos buenos recuerdos, esos momentos en el aula, esos alumnos, ese disfrute explicando aquello que me gusta y compartiendo mi pasión con ellos, han pesado más que los madrugones, que los enfados que de vez en cuando pueden producir los adolescentes, que las largas reuniones de evaluación y las interminables horas delante de exámenes que, en ocasiones, llegan a exasperar...
Así que: sí. Sé que, ahora ya sin dudarlo, mi respuesta sería, una vez más, una rotunda afirmación.
Gracias, J.N., por hacerme pensar en ello... Porque, de vez en cuando, todos necesitamos que nos vuelvan a abrir los ojos.